Por la Ventana

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   La primera vez que le vi fue un día en que estaba terriblemente aburrida. Como no tenía nada interesante que hacer, ni lugar original donde ir, me dispuse a observar el paisaje desde la ventana de aquel departamento en las alturas. ¡Sí! Allí fue cuando noté su particular rutina.

   Me llamó la atención su voz ronca y tono de exigencia; se le oía cada vez que alguien llegaba o salía de casa. Era un timbre grave y pausado, solo con escucharlo podías adivinar que ya era alguien entrado en años y con un cierto carácter particular, exigente diría yo. Así comencé, ciertos días de aburrimiento, a mirar por mi ventana y, con el tiempo, ya ni siquiera fue necesario espiar para ver qué estaba haciendo. Cada día comenzaba a parlotear por la mañana, bien temprano, cuando los jóvenes partían rumbo a la universidad y el proveedor de la casa se iba a su trabajo. Era una despedida animada y difícil de ignorar, pero enseguida callaba, supongo que por el desayuno. En ocasiones, a eso del medio día interrumpía el pacífico silencio, vociferando porque llegaba algún vendedor ambulante, algún encargo o un visitante inesperado; aunque por lo general era más común que dormitase en el jardín. 


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   Lo interesante venía por la tarde, de alguna manera se las arreglaba para ir al parque que quedaba en frente. Con su caminata pausada, avanzaba sin perder detalle de nada. ¡Recorría el parque completo!, de punta a punta y sin falta, sin dejar un solo rincón sin inspeccionar. Me imaginaba que con lo exigente que era, se disponía a revisar que todo estuviese en orden y en su lugar; asegurándose que los cuidadores cumpliesen con su trabajo, quienes, por cierto, le saludaban animosamente cada vez que se les acercaba. ¡Sepa Dios qué haría el día que algo estuviese desacomodado! Luego de un rato, podías notar que comenzaba a cruzar de un lado al otro de la calle; como sus músculos entraban en calor, supongo que no le dificultaba mucho apañárselas con las pendientes o los accidentes del camino.

   Un día tuve visitantes y, como teníamos algo de tiempo, fuimos a darnos una vuelta por el mismo parque que inspeccionaba mi viejo exigente. Era un lugar agradable, con altos y frondosos árboles, césped verde y muy bien cuidado, algunos arbustos y flores, asientos para reposar, juegos para niños, una cancha de baloncesto y estas típicas máquinas de ejercicio que generalmente ocupan los pequeños y los ancianos. Sin duda era un lugar muy agradable, el viento resonaba entre las hojas de los árboles, invitándote a cerrar los ojos y disfrutar de la calma. Me llamó la atención que todo estaba perfectamente inmaculado, y me sonreí al pensar que irónicamente parecía la magia de la vigilancia de aquel mañoso anciano.

   Como por azares del destino, cuando íbamos en nuestro camino de regreso, nos topamos con el dichoso y viejo vigilante. Nos rebasó en nada, casi sin esfuerzo, con su postura encorvada y mirando de un lado para otro. Uno de mis visitantes se me acercó, luego de haber logrado llegar hasta donde me encontraba, y me consultó si el viejo estaría perdido, que si era necesario que hiciésemos algo. Yo le miré y desvié mi mirada hacia el anciano, sonreí luego a mi visitante y le dije que todo estaba bien, que cuando llegásemos arriba iba a mostrarle algo interesante desde la terraza.

   "En breve comenzará a oírse un tono de mando grave y pausado, ese será el viejo vigilante, avisando su regreso y exigiendo que, quien sea que esté dentro, le habrá el enrejado eléctrico para comenzar su descanso" - eso fue lo que le dije a mi invitado. Habían pasado algunos minutos desde que habíamos entrado y un sorpresivo "guaf, guaf" se distinguió entre el escaso bullicio del exterior. Ciertamente me agradó ver la mirada que me dedicó mi visitante cuando se acercó a ver por la terraza para ver que pasaba, animado, me imagino, por lo que le acababa de comentar. 



Esos ojos llenos de asombro que contienen la sonrisa más sincera del alma, esa que tiene una mezcla de ternura y admiración.


   Mi viejo mañoso era un beagle ya entrado en años, de caminata lenta y pelaje canoso, de ladrido demandante y comunicativo. Cada tarde, al regresar de su paseo, daba dos ladridos que repetía tres veces; se sentaba en la entrada de la reja que daba al jardín delantero de su casa y aguardaba pacientemente a que alguien accionase el switch del automático. Inmediatamente luego de que la reja se entreabría, él se paraba en sus patas traseras y empujaba suavemente con las delanteras, ingresaba con esa actitud de "aquí vengo yo" mientras el joven amo salía a la carrera para cerrar la puerta, le acariciaba el lomo y regresaba dentro. El viejo beagle bebía su agua, se acomodaba a la sombra e iniciaba su tercera o cuarta siesta de la tarde.

   Eso fue lo que descubrí por la ventana, la tarde en que me decidí a matar mi aburrimiento.


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2 comentarios:

¡Hola!
Muchas gracias por tu comentario.
Si el sistema de blog me lo permite (porque a veces me da problemas), te responderé en cuanto sea posible.

Otra vez, muchas gracias. ¡Hasta la próxima!